24 de julio de 2013

XIV

Sincronicemos nuestro llanto
YA
no, pará
acá no se puede
el piso encerado, allá la vieja alfombra
que los vecinos, que los gatos y perros;
los pisos, son once
la cascada del Niágara
no se compara
pero no acá no
mira que el ascensor, las luces
los vecinos, acordate
vos sabes que el ruido
y un llamadito de teléfono y hasta a veces la policía,
entonces
el caos, el volcán plegándose a las paredes
¡ah la paredes! tan recién pintadas,
no acá no se puede
pensá el tele, la computadora
los muebles
y la pecera,
sí los peces regocijándose
salando sus escamas, sanando
¡No, los peces son de agua dulce!
acá no se puede
y no hay vuelta
que darle,
en la esquina una placita donde se amontonan palomas
allá podes, y sin que te jodan
de paso limpias un poco
y capaz en una de esas
encontras alguien que te acompañe
y te llore con vos. 

13 de julio de 2013

Al reflejo

Con el corazón a la altura de las rodillas:
te amo
te odio
te deseo
te desprecio

te quiero tanto lejos
como lo estás ahora
mirándome
aislándome
sintiéndome
crucificándome.

(al reflejo que hoy me mira, salud,
bienaventurado al estar conmigo
a estas horas de la noche)


1 de julio de 2013

¿Eso es todo?

Cómo explicar lo que sucedió en ese momento si de repente el colectivo había frenado y las luces blancas entraban furiosas por las ventanillas. Inútil era que intente correr las cortinas y mirar lo que sucedía afuera, los ojos gastados por el sueño y el cansancio no me dejaban ver. Algunos pasajeros se miraban confundidos, otros comenzaban a despertar de a poco, y también desconcertados por el sueño todavía latente en sus pupilas, buscaban señales en otros rostros, alguna explicación para estar parados cuando el reloj de enfrente indicaba que eran todavía las tres y algo y faltaba mitad de camino para llegar a Córdoba.
 La luz se filtraba por el frente, por los costados, y parecía acentuarse cada vez más ante nuestros ojos que se cerraban, acostumbrados a la mansa oscuridad del sueño. ¿En dónde estábamos, qué eran esas luces, por qué el colectivo no se movía? Nadie parecía poder responder. Y los viajeros se asimilaban a sombras fregándose los ojos.  De pronto una viejita dos asientos adelante rezando. ¿Eso era todo? ¿No había nada más? Las ventanas colmadas de luz blanca, el silencio solamente interrumpido por la fricción de los cuerpos al acomodarse, al moverse para encontrar otros ojos, otra esperanza.
Un niño de atrás comenzó a llorar. ¿Entonces no había dolor? ¿No había un paso previo, un atravesar una puerta, algún vidrio? ¿Eso era todo? La madre apenas moviéndose para tranquilizar al niño. Seguro a él también le dolían los ojos, sus apenas ojitos de pocos meses, de tan poco… Al lado, un hombre que recién despertaba, que apenas comprendía. Y la vieja de adelante que rezaba en voz baja. Y entonces ¿cómo? ¿algún caballo que se cruzó, o simplemente el chofer cerrando los ojos, como todos los que viajábamos arriba, y ya está hasta acá llegamos, se acaba el viaje? ¿o sigue, hacia dónde? Los otros viajeros confundidos, algunos insistiendo en el sueño, que no volvía, que se desplazaba por otras partes del cuerpo. El niño que no paraba de llorar, y una mujer por algún lado acompañaba a la vieja con murmullos y plegarias. Alguien que se le ocurra algo, lo primero, que nos explique porqué ahora, de esta manera. Pero nadie se animaba a emitir alguna palabra. ¿O había sido algún otro, un desconocido, que también se había encerrado, como nosotros viajeros, en un sueño, y ahora estábamos yendo todos hacia ese lado? ¿acaso él también era luz como el chofer? ¿o el caballo, o también cabra o vaca, también se enceguecían como nosotros? Algunas manos que revoloteaban las cortinas, pero imposible ver más allá de esa luz que obligaba a cerrar los ojos, a insistir de nuevo al sueño que se rehusaba a dejarse penetrar, y era quedarse mirando el asiento de el frente o el techo porque al lado había ojos que también buscaban explicaciones y con tanto no se podía.
Un hombre animó a levantarse, pero rápidamente volvió a su asiento. ¿Para qué salirse de ahí? ¿Ir a buscar qué? El niño lloraba, y si apenas respondía la madre. Una chica hurgando en su cartera, no sea cosa que el reloj del enfrente esté mal, y exista una suerte de coincidencia en que todos erremos y que nadie esté dando cuenta que eso, que ya llegamos, si son las seis y chirola, y es la terminal de Córdoba bien iluminada, tan ciudad que asquea. Pero no. Tres y veinte. Sin errores, sin minutos que corrieran si no sólo murmullos de rezos ahogados y un niño que no cesaba en su llanto. Afuera la luz, la incógnita infinita de sabernos enteros y ahí sentados yendo hacia dónde, y porqué justo ese animalito ahí en el medio, el descuido de las rutas argentinas, me imagino a mi papá diciéndolo y puteando, y sobre la cantidad de muertos al mes por año, y ahora tu hija… ¿Quién se lo iba a decir? ¿Cómo iba a reaccionar? Y a mí de qué me servía saberlo si yo estaba ahí sentada ya en medio viaje, y el niño que seguía llorando y la chica sin querer creerlo, seguro indagando a las cuotas del azar. Y adelante la vieja con las manos juntas, acompañándose del rezo, nunca tan cerca y con tanto miedo, pero por qué ahora diosito, cuidámelo al Adrián, y así con la otra mujer que a lo lejos la seguía, que vaya a saber qué le preguntaba pero sin culpa sin tanto interrogatorio innecesario en estas circunstancias donde ya todos estábamos a un solo paso, mismo viaje sin quererlo. ¿Y eso era todo? Una que otra lagrimita de la chica, las súplicas silenciosas de una madre, la inmovilidad de un hombre aferrado al asiento, cómo si hubiese otra posibilidad, otro orden de cosas… El colectivo de pronto comenzó a moverse. Las luces blancas desaparecieron. Parecía que al fin el niño dejaba de llorar.